El adolescente quentrafica.
Aunque es cierto que hay muchas diferencias entre institutos (IES), casi siempre que impartía un curso de prevención de drogas me encontraba la misma dinámica:
al fondo se sentaban dos o tres chicos que desde el inicio intentaban boicotear mis clases, se reían a cada rato, se movían, bromeaban en alto, pero sin lugar a dudas, se mostraban inquietos y nerviosos con mi presencia.
Por mi parte, yo me sentía como uno de los personajes entrados en años de Paolo Sorrentino (sic).
Estos chicos, en un acto extraordinario de comunicación con sus compañeros, intentaban zigzaguear y aliarse con ellos para aumentar ese clima de confrontación; en teoría, mi presencia representaba el posible cuestionamiento de su estilo de vida anestesiado y de falso prestigio.
Uno de los mejores trucos que llegué a atesorar era hacer participar a la mayoría, alzar la voz del grupo y que expusieran sus muchas ideas; eso, más que nada, conseguía desmontar ligeramente la bravuconería de los consumidores, a los que por cierto, al final, tenía que buscar una salida honrosa.
Pues bien, cuando terminaba la clase yo les pasaba una encuesta y ese chico, sin ninguna excepción, me ponía un cero en la evaluación (en mi defensa decir que era el único).
Como si fuera un déjà vu, en casi todos los institutos me encontraba con este mismo joven, con esa misma escena, sentado en la misma zona del aula, un adolescente que no llegaba a ser ni un hater (odiador).
Nunca se enfrentaba a mí, nunca me cuestionaba ni iba de frente, como mucho, uno me llegó a decir: “¡que cada uno haga lo que quiera!”.
Curiosamente, después, en algunos institutos el tutor me confirmaba que ese alumno era el que traficaba con drogas.
No había contenido simbólico, ni significados, simplemente silencio. Ese es el recuerdo que tengo de ellos, la ausencia de palabras.
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