El ocio como una competición más.
¡Cuántas veces habré oído las expresiones “no pinto porque se me da mal”, “me encantaría, pero no valgo”, “no canto porque no tengo voz”. ¿Realmente hay que desarrollar bien una afición para disfrutarla? ¿Hay que ser ducho y tener gracia?
Hace años conocí a unos simpáticos jóvenes que tenían un grupo de rock. Efectivamente cantaban muy mal (a veces, por mucho que uno escriba y se esfuerce dedicando años no tiene esa gracia ni arte), pero mira por dónde, estos jóvenes rockeros eran muy felices juntándose todos los jueves a tocar, decían que era el mejor momento de la semana, –cantamos mal, sí, pero tenemos derecho a cantar– bromeaban.
En la sociedad de la exigencia y la autoexplotación impositiva en el rendimiento, el ocio se ha convertido en un reto: el rutero quiere ir no solo a los Pirineos, quiere ir al más allá, el corredor no se conforma con sus veinte minutos, ahora quiere ir al maratón de Edimburgo y coger un avión al mes para competir. Se trata de ponerse a prueba en su espacio de ocio y tiempo libre. El que cocina se deleita con la competición en un juego de descartar a otros, como en Masterchef, la cultura de “lo puedes conseguir descartando a otros” bajo un insultante maquillaje de coaching empresarial que tan bien ha cuajado.
Tendríamos que recordar que se puede educar por la propia satisfacción, por el propio deseo, la motivación llamada interna es la que nos empuja a realizar cosas por propio placer, en fin.
Tim Wu escribía en The New York Times: “Pero he aquí una razón más profunda que se me ha ocurrido de por qué la gente no tiene pasatiempos: nos da miedo no hacerlos bien. Más bien: nos intimida la expectativa –que ya es un sello distintivo de nuestra época, tan intensamente pública y enfocada en el desempeño– de que debemos ser talentosos hasta en las actividades que realizamos en nuestro tiempo libre”.
Muchas veces me han preguntado por qué no me presento a los premios AXA para dibujar la catedral; pues bien, espero haber contestado a la pregunta.
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