Suele ser el miedo el que hace controlar y, en paralelo a ese control, surgen la ira y los enfados, pues ante la amenaza de perder ese “algo” supuestamente tan valioso, el controlador, con tal de no perder, puede llegar a ridiculizar, acusar, maltratar, mentir y, sobre todo, manipular.
Esa misma necesidad de control les hace finalmente no cambiar y enrocarse bajo diferentes mascaradas y justificaciones: la responsabilidad, la formación, los objetivos nobles, el dinero.
Decía Foucault (1999) que todas las teorías de la libertad pueden convertirse con el tiempo en opresoras.
Lo que surge como innovador puede instituirse, al cabo de los años de un cierto triunfo, como saber acabado, convirtiéndose en la verdad, y ya solo se busca la conservación del status quo.
Las personas controladoras suelen carecer de una adecuada expresividad emocional, todos conocemos a alguna familia estricta, fría, carente de gracia, que en la posición de amos se dedican a adormecer el discurso y los deseos de sus hijos.
Y como posible consecuencia, bien podríamos hablar de jóvenes apáticos identificados con plumas ajenas, o finalmente hijos que a los 18 años corren a escaparse de casa escogiendo el grado universitario que casualmente no puede cursarse en el domicilio familiar, o finalmente deciden irse de Erasmus o se acogen a cualquiera de las múltiples formas de evitación que existen.
El psicólogo social Aronson decía que un pueblo desesperanzado es un pueblo apático.
En cuanto a las empresas, el exceso de control lleva a la falta de originalidad, a la inflexibilidad, y se llega a pensar que las felicitaciones debilitan al trabajador. No es de extrañar que la estrategia retórica de la rigidez afee el gesto, destierre el humor y polarice las opiniones entre la sumisión y la rebeldía.
Pero lo que suele estar en juego no es tanto el control al trabajador, es el miedo del jefe a perder su puesto. De vez en cuando tenemos que recordar la frase que Camus escribiera en El hombre rebelde: “yo me rebelo, luego somos.”
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