Y de repente, un extraño
Desde hace décadas no pocos pensadores nos han venido advirtiendo de la posibilidad de esta situación, que hasta ayer mismo hubiéramos calificado con irónica suficiencia de ficción distópica. La naturaleza, tarde o temprano, se termina autorregulando de maneras diversas y nos hace sentir de forma contundente lo pequeños que somos.
En este caso, merced a un microscópico tsunami que de la noche a la mañana nos pone en nuestro sitio y nos obliga a asumir una especie de cura de humildad, tan necesaria por otra parte. Algunos de esos intelectuales agoreros llegaron a proclamar que nos hallábamos en el umbral del fin de la Historia con mayúscula, en el sentido de que ya habían sido ecuménicamente alcanzados los mejores logros de la humanidad en los terrenos de la ciencia, la tecnología, el arte, los derechos sociales, etc., lo cual, desde luego, dista mucho de ser cierto, pues la línea de la evolución humana ni es recta ni corta sino extensa y sinuosa como una pitón.
A este respecto me vienen ahora a la memoria los artículos de Jean Baudrillard recogidos en su ensayo Pantalla total (1987), libro que leí con provecho en mis años de universitario. Cito al sociólogo francés: “Así como en nuestras sociedades nos enfrentamos a una nueva violencia surgida de la paradoja de una sociedad permisiva y pacificada, también nos enfrentamos a nuevas enfermedades que son las de los cuerpos sobreprotegidos por un escudo artificial, médico o informático, y vulnerables por tanto a todos los virus, a las reacciones en cadena más ‘perversas’ e inesperadas.” Y ahora, de repente, justo cuando todas las alarmas de la emergencia del cambio climático aporreaban nuestras puertas, cuando todas las luces rojas parpadeaban angustiadas, ocurre esto: la parálisis obligada, la condena a sentir el lento paso de las horas, la “insoportable lentitud del ser”.
De este modo la naturaleza nos devuelve, como un regalo que no esperábamos y acaso no merecemos, un equilibrio perdido, un karma olvidado o más bien nunca conquistado. Ahora, de repente, frente al tráfico imparable de tanto semblante, pose y apariencia banales, nos quedamos forzosamente mirando por la ventana las gotas caer, escuchando los extraños sonidos de nuestro cuerpo, con tiempo de sobra para hablar, siquiera por teléfono o videoconferencia, con la gente querida como no lo hacíamos desde hacía treinta años.
Y también de repente todos volvemos a valorar por encima de todo la respiración, la alimentación, la salud física, la seguridad personal, el empleo, etcétera; necesidades elementales que integran los dos primeros escalones de la famosa jerarquía piramidal que en 1943 estableciera el psicólogo estadounidense de origen ucraniano Abraham Maslow. Es decir, volvemos a valorar todo aquello que resulta básico para conservar nuestro bien más sagrado: la propia vida.
Precisamente por ello, por la tremenda carga de humanidad que encierra, creo que esta nueva y extraña situación nos puede ayudar a abrir una ventana herméticamente sellada hasta ahora y a empezar a plantearnos muchas cuestiones relativas a nuestra acelerada, exigente y puede que errónea “manera de vivir”.
En todo caso, ojalá signifique un punto de inflexión para reconocer de verdad nuestros límites, pues los tenemos y son muchos, y hacer balance de lo que hemos ganado y perdido o malgastado sin piedad en estas décadas de demencial hiperactividad y codicia desenfrenada.
Por
Fernando Pérez del Río
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