Fernando Pérez del Río
La teoría crítica de la raza —heredera del pensamiento posmoderno y del análisis poscolonial— se ha consolidado como uno de los marcos interpretativos más influyentes en el discurso contemporáneo sobre la identidad y el poder. Nacida en el contexto estadounidense, su premisa central es que el racismo no es un fenómeno aislado ni marginal, sino un entramado estructural que atraviesa las instituciones, el lenguaje y la subjetividad social. No hay racismo, dice esta teoría, sin sistema.
Uno de los postulados más controvertidos —y al mismo tiempo más internalizados en ciertos círculos académicos y políticos— es la idea de que el varón blanco, heterosexual, cisgénero y occidental es, por definición, un agente de opresión.
No se trata ya de lo que haga o deje de hacer, sino de lo que representa. En este marco, el racismo adquiere la forma de un “pecado original”, una culpa ontológica adherida al nacimiento y no a la educación o al aprendizaje.
Hay aquí un paralelismo inquietante con aquella declaración de la ministra Irene Montero: “Todos los hombres son violadores en potencia.” La culpabilidad deja de ser un hecho derivado de la acción y pasa a ser una categoría esencial de la identidad.
El resultado es una inversión perversa del principio de igualdad: el individuo ya no es juzgado por sus actos, sino por su pertenencia a una categoría simbólica. Así, quien nace varón blanco, heterosexual y cisgénero en Occidente es considerado automáticamente privilegiado y opresor; mientras que quien pertenece a una minoría sexual, étnica o cultural es considerado una víctima estructural, independientemente de sus decisiones o de su ética individual. Esta lógica, lejos de reparar desigualdades, tiende a consolidar un nuevo tipo de maniqueísmo moral.
No es casual que este marco teórico insista en la transformación del lenguaje, la deconstrucción de los conceptos clásicos y la redistribución del privilegio simbólico. El lenguaje, en este contexto, no es solo medio, sino campo de batalla. Las palabras deben ser purificadas, reconfiguradas, resignificadas. Se impone una nueva ortodoxia verbal como forma de disciplinamiento cultural.
Sin embargo, lo que se presenta como un acto de justicia epistémica puede derivar, paradójicamente, en una forma de violencia simbólica. Se culpabiliza sistemáticamente a los varones blancos, europeos y heterosexuales por el simple hecho de serlo, en una especie de expiación interminable que les priva del derecho a la inocencia. La culpa, como bien sabemos desde la psicología, es un potente mecanismo de control. Un sujeto culpable es un sujeto debilitado, manipulable, ansioso por redimirse, dispuesto a ceder su voz a quienes se autoproclaman víctimas por sistema (gays, mujeres, minorías, inmigrantes, regiones, etc.)
En ese sentido, la teoría crítica de la raza no ha servido tanto para construir puentes como para levantar nuevos muros. En nombre de la equidad, ha instaurado una nueva forma de exclusión: la exclusión del varón blanco occidental como sujeto legítimo de participación ética. En nombre del pluralismo, ha alimentado una homogeneización del pensamiento en la que toda disidencia es sospechosa de racismo latente.
El mayor éxito de esta teoría ha sido su penetración en el imaginario colectivo occidental, donde la sola negativa a aceptar de forma acrítica la entrada de millones de inmigrantes de África subsahariana, Pakistán o el Magreb se interpreta como un acto racista. Mientras otras culturas se blindan en la afirmación de su identidad, solo Occidente en su forma masculina parece obligado a pedir perdón por existir.
La teoría crítica de la raza, en su ambición por desmontar las estructuras de poder, ha terminado generando nuevas jerarquías, nuevos dogmas, nuevas exclusiones. Y al hacerlo, ha sofocado la posibilidad de un diálogo real entre diferentes, ese que solo es posible cuando todos los sujetos —sin importar su color, género o lugar de origen— son considerados igualmente capaces de razonar, de errar y de convivir.
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